(Fotografía de Antonio Valderrama Vidal)
El otro día nos comimos un borriquete que trajimos de Chipiona. Había estado varias semanas en ese purgatorio de la vida doméstica contemporánea que es el congelador, aguardando su momento. Cuando lo enguajaba en el fregadero me quedé mirando su soberbia presencia y pensé en lo increíble y extraño que es este mundo: aquel animal magnífico había sido sacado del fondo del golfo de Cádiz para terminar en mis manos, en el fregadero de la minúscula cocina del apartamento de un cuarto piso de un bloque de viviendas cualquiera de San Fernando de Henares, a cientos de kilómetros de distancia del lugar hermoso y libre donde había nacido y se había criado como voraz depredador de roca y légamo marino. ¿Cómo era aquel milagro posible y en base a qué misteriosas circunstancias yo era el beneficiario de aquella ofrenda del océano?
Sus ojos, grises y desconcertados, parecían expresar aquella pregunta sin respuesta. Su nombre científico es el de plectorhinchus mediterraneus pero por su color ceniciento, por la cresta que le sobresale del lomo y por su belleza compacta se le ha comparado con el asno en la Andalucía atlántica, lo que habla de su intimidad con el hombre de esta tierra, su cualidad casi de animal doméstico, de compañía, presente en las vidas modestas como un manjar accesible. Su carne desde luego es fresca y sabrosa y su cola poderosa es un auténtico motor fuera borda. Lo hicimos al horno, sencillamente, con patatas, cebolla, pimiento y tomate, algo de pimienta negra por encima, aceite, sal y una castora de manzanilla. Aquel borriquete de Chipiona nos alegró el mediodía de un frío y anodino día ordinario de diciembre y fue una criatura digna del enigma cósmico que nos envuelve a todos, capturados como él en un instante fatal mientras nadamos sin rumbo en el camino de la Nada a la nada.